LA FAMILIA DE CARLOS IV

Madrid, primavera del año 1800

En la calle del Desengaño, pese a ser noche cerrada, parecía de día. Cientos de linternas alumbraban a una pequeña multitud. A la gente del taller del maestro Goya y a la vecindad, que se había prestado a ayudar.

Después de muchos trabajos y juramentos, aquellos hombres que dejaban correr la lengua, consiguieron sacar del taller del pintor un enorme lienzo con unas siluetas marcadas a carbón que representaban a la Familia Real. Y es que el cuadro no cupo por la puerta y fue preciso desclavar el bastidor por la parte de arriba y volverlo a sujetar, y, una vez en la calle, tampoco cabía en la carreta; se caía por delante, por detrás y de un lado a otro; y las mulas, que no sabían que lo que les venia encima era la Familia Real, se enfullaban y coceaban.

Y el maestro Goya maldecía, y sus oficiales lo secundaban, y ni con todos los hombres que había, ni de mil maneras que pretendieron encordar y afianzar el cuadro, había forma de sostenerlo. El caso es que se estaba estropeando el lienzo y que iba a llegar destrozado. Y claro, todo el mundo juraba, pese a que lo tenía prohibido la Santa Inquisición.

Don Francisco de Goya mascullaba que no era cuestión de jurar, que jurando nada se arreglaba, y pedía calma. Fue doña Pepa, su mujer, que mantenía un candil en alto, quien encontró la solución, quien le dijo a su marido que, como toda la vecindad estaba deseosa de colaborar, los hombres que estaban allí, los que no hacían otra cosa que jurar, Dios los perdone, llevaran a hombros el cuadro al Palacio Nuevo, pese a que había un buen trecho; que se turnaran entre ellos y que él les diera unos reales de propina.

La proposición de doña Pepa fue aceptada por aclamación. Los hombres emprendieron la marcha, contentos de servir al Rey y de ayudar a Goya. Se dirigían hacia Arenal y la plaza de las Descalzas. En las angostas callejuelas del convento de San Gil hubieron de hacer maniobras, más arriba, un poco abajo, a la diestra, a la siniestra, pero en el jardín de la Priora quedó el camino expedito. Cuando llegaron a la explanada de Palacio, un batallón de Guardias de Corps les cerró el paso con sus bayonetas, pero fue replegándose ante el ímpetu de la comitiva. El capitán de aquella gente armada apareció en la puerta principal, en camisa, preguntando si se estaba repitiendo el Motín de Esquilache. Pero no, no. Se trataba del maestro Goya que venía a retratar a sus majestades.

El capitán franqueó el paso al pueblo de Madrid, que se retiró cuando dejó el cuadro en un salón y recibió una bolsa repleta de reales de vellón de manos del Pintor de Cámara.

Don Francisco se secó el sudor de su frente con un pañuelo y comenzó a impartir órdenes a sus oficiales para asentar el lienzo en el suelo y para disponer los cuenquillos de óleo en las mesas que traían.

Pasado un tiempo, un largo tiempo, Goya había recorrido varias veces el salón, se había sentando en todos los sillones y había bostezado. Había mirado por las ventanas, había visto amanecer. Había repartido varios bofetones entre sus aprendices y se había tomado cuatro jícaras de chocolate, todas las que le llevó el Cocinero Mayor.

Y allí estaba el cuadro con las siluetas. Allí estaban el pintor y sus hombres, otra mucha gente mirona, pero la Familia Real no aparecía.

En el piso de arriba la reina María Luisa recorría los pasillos gritando: «¡Ea, ea!, ¡arriba holgazanes, el señor Francisco de Goya lleva tiempo esperando en la Saleta!». Las camareras y criadas llamaban sin parar a las puertas de las habitaciones de los infantes y pasaban de las antecámaras a los dormitorios sin guardar el respeto debido.

Pero, ay, el rey Carlos, postrado en su lecho, decía que si la Reina lo deseaba saldría de la cama y hacía esfuerzo para alzarse, pero le resultaba imposible. Don Fernando, Príncipe de Asturias, susurraba a su ayuda de cámara que el señor de Jove-Llanos, a la sazón, desterrado en Gijón, les había enviado el marisco que cenaron ayer, podrido. El infante Antonio Pascual achacaba su dolencia al conde de Floridablanca, que también remitió a Su Majestad, ayer, el mismo día, el mismo presente, un regalo envenenado: marisco de la costa murciana, porque el que fuera Primer Secretario del Despacho, estuvo preso en la ciudadela de Pamplona acusado de malversar caudales públicos y de abuso de poder, y quería vengarse de la Real familia; y apenas tenía voz para pedir el Santo Viático; lo pedía para él y para su esposa la infanta María Amalia. Don Luis, duque de Parma, culpaba de su intoxicación a Jove-Llanos y a Floridablanca, a ambos por igual, pues tanto uno como otro eran reformistas y afrancesados —eso aseguraba—, y los maldecía con gruesas palabras ante el escándalo de su esposa, la infanta María Luisa, que no debía estar tan enferma pese a que ambos se turnaban la bacinilla, pues que todavía le regañaba, que nunca le había oído expresarse en términos tan groseros. El joven infante Carlos Ma Isidro, entre vómito y vómito, preguntaba a su preceptor si la Revolución francesa había comenzado del mismo modo, y si Floridablanca era el Robespierre español, y el profesor no sabía o no quería contestarle. La infanta Ma Josefa, en su delirio, aseguraba que se le había agrandado la peca que traía de nacimiento y que tanto le afeaba el rostro, y no se recataba en llorar delante de sus camareras que la oían pedir al Señor Dios una hora corta y sobre todo, por favor, que no le agrandara la peca de la cara en sus últimas horas. La pequeña doña María Isabel, como ya había corrido de habitación en habitación el rumor de la venganza de los ex-ministros, comentaba con su aya que no había culpables, que sencillamente, el marisco que regalaran los próceres había tenido que pagar peaje en muchas puertas y por eso había llegado en mal estado, aunque, cuando lo comieron, estaba bueno, exquisito. Y las criadas entraban y salían de los aposentos con la manda de la Reina: todos, rey, infantes e infantas, consortes y no consortes, debían presentarse en la Saleta porque el maestro Goya iba a pintar a la Real Familia, según el apunte que hiciera en el Palacio de Aranjuez el pasado año.

Y el Palacio andaba loco, porque todos los miembros de la Casa Real y todos los servidores de la misma que comieron marisco hasta saciarse, pues que sobró, se iban de aguas por arriba y por abajo y no podían levantarse de la cama. Y todos se quejaban de la impertinencia de los dolores.

El médico, Xavier de Balmis, andaba en su oficina con los alambiques y las retortas, preparándose para hacer medicina contra la disentería, según arte, y pidiendo huevos y corteza de pino a grandes voces, a la par que porfiaba con el Boticario Mayor, que se inclinaba por otra receta, por la del equiseto fluvial. Y es que, Dios mío, allí todo el mundo gritaba.

¡Qué jaleo...! El médico estaba sofocado: nada podía hacer hasta que regresara el boticario que había salido en busca de corteza de pino y había de llegarse hasta el Paseo del Prado de San Jerónimo, nada menos. Además, el Cocinero Mayor le informaba que ayer la miel se había terminado.

Francisco de Goya, sentado en un sillón y muy impaciente ya, examinaba a varias jóvenes vestidas con traje de corte. Las presentaba la Camarera Mayor de la Reina, para que eligiera una, la que representaría a la prometida del príncipe Fernando, pues que estaba en su país y no le conocían el rostro. Ya tenía el maestro dispuesto pintarla con la cara vuelta porque no podía hacerlo de otro modo. Y escogió una, una lavandera, una moza garrida, de pechos abundantes, pero no pudo comenzar la obra con ella porque la señora camarera la envió a bañarse, pues que dijo que iba a apestarles el salón de piojos, con razón. El pintor se tomó otra taza de chocolate, tal vez la sexta.

La reina María Luisa, situada en el centro del pasillo para que la oyeran bien los componentes de la familia, voceaba que se levantaran todos y casi recitaba un lección de Historia pues aseguraba que Alejandro el Grande había dispersado y muerto a espada a los escitas mientras padecía unas diarreas que se lo llevaban de este mundo; y llamaba a don Manuel Godoy para que pusiera orden en aquel disparate, pues que a ella no le había sentado mal el marisco, y no entendía al señor médico que le sostenía que un alimento podía caer bien a unas personas y mal a otras, y que le rogaba tuviera paciencia pues que el boticario estaba a punto de llegar con el remedio.

Los enfermos se retorcían de dolor en sus habitaciones. Los que podían murmuraban, que había otros que no podían hablar: «¿A qué viene hablar de los escitas, ella que es un asno?». «¡Qué antojo, retratar a toda la familia junta!». «¿Qué familia, la de Carlos IV o la de María Luisa?, pues que María Isabel y Francisco de Paula son hijos de Godoy, a la vista está, tienen un indecente parecido con el ministro. Tal mantienen varias cartas ciegas que circulan por Madrid». «¡Dios, pintar a la familia, si nos llevamos mal!». «¿La Reina posará con los dientes postizos o sin ellos?». «¡Dejadlo para mañana, señora, por caridad, yo no me puedo mover aunque quiera!». «¿Qué pasa con las medicinas? ¡Maldito galeno!». «La gente de oficina se va a enterar de todo. Estamos haciendo el ridículo»...

La Reina apareció como una tromba en los aposentos del médico. Le gritó que iba a ser cesado de inmediato. El hombre le explicó que ya había llegado el boticario y había comenzado a hacer la receta, y le rogó que no le amonestara en aquel momento porque podía distraerse, y un dracma de más o de menos daría al traste con el remedio. Luego comenzó a echar en una olla un huevo crudo, después cogió una cascara del mismo y la llenó de aceite, lo mezcló con medio dracma de corteza de pino y con otro medio de rocío de Chipre, y aún añadió cinco óbolos de miel, que nadie supo de dónde los sacó pues en la casa no había. Lo revolvió todo y puso la olla en cenizas ardientes para calentar el preparado, y anunció que la disentería familiar cesaría de inmediato. Doña María Luisa no gritó más al señor de Balmis.

Eso sí en el pasillo volvió a la carga: «¡Que se presentaran todos!». Y, como ni hombre ni mujer le obedeció, después de llamar a don Manuel Godoy, que no se encontraba en Palacio, aumentó tanto el tono de su voz, gritó tanto, tanto, mucho más que en ocasiones anteriores, que le saltaron los dientes que traía postizos y fueron a parar a un rincón, y todos los oficiales de la Casa y Corte y las camareras que andaban por allí hicieron como que no se habían dado cuenta. La Reina los buscó con la vista, los encontró, se agachó, los recogió, se los colocó en las encías y, como si no hubiera sucedido nada extraordinario, ordenó que llevaran a la Saleta las bacinas, las tronas y varios biombos para que los enfermos siguieran haciendo sus necesidades en el salón. Y, a falta del Mayordomo Mayor y del Sumiller de Corps, encargó al Mayordomo de Semana, la siguiente autoridad de la Casa, que montara en parihuelas a los que estaban en las camas, les diera doble ración de medicina, los pasara por la capilla, rezara una oración por sus tripas y los llevara a la Saleta.

El maestro Francisco de Goya cuando vio aparecer a doña María Luisa con el infante Francisco de Paula de la mano y con el pequeño Carlos Luis, que era niño de teta, en brazos, pues que no habían comido marisco, apuró la décima taza de chocolate y, vive Dios, que se atragantó pues que no esperaba que detrás de ellos surgiera una cohorte de criadas portando orinales, tronas y biombos, que no imaginaba semejante e insólita procesión; cuando se recompuso, hizo una gentil reverencia y casi se cuadró como esperando órdenes. Al momento entró la lavandera, espléndida, vestida con traje de corte, con la medalla de la Orden de María Luisa en el pecho, mismamente como si fuera la prometida de don Fernando, pues que la moza tenia buen aire y se había tomado su papel muy en serio. La Reina dijo: «Bueno, ya estamos cuatro, ya falta menos», y miró al señor Goya, que no la oyó pues estaba completamente sordo. El aragonés llamó a su intérprete, a su discípulo Luis Gil que le tradujo las palabras de la dama al lenguaje de los sordos: «Bueno, ya estamos cuatro, ya falta menos». El maestro asintió. Su Majestad, que había perdido mucho de su dulce acento italiano, hizo señas al hombre y, a través de él, explicó al Pintor de Cámara que todos los componentes de la Familia Real estaban postrados, cada uno en su lecho, a causa de una diarrea intempestiva, e hizo gestos de impotencia, se llevó la mano a la frente, se sentó en un sillón y pidió sus sales, pues le venía sofoco. Su Camarera Mayor sacó un precioso frasquito de cristal de su faltriquera y lo acercó a la nariz de Su Majestad. La Reina se alivió al instante y comenzó a preguntar al maestro cuántas horas de sesión precisaba y si necesitaba a todos o sólo a algunos, si se valía con ella, con la lavandera y con los niños y, en tal caso empezara, que empezara ya, que irían bajando todos conforme les hiciera efecto la medicina del señor de Balmis. El maestro, una vez que su intérprete le informó de los deseos de la dama, respondió por su propia voz que habían de estar todos juntos, de pie y debidamente vestidos, al menos cinco horas y, luego, tres horas más cada persona, y que, sin estar todos, no podía comenzar y ya se perdió en explicarle cómo pensaba realizar el cuadro, y le habló de las líneas horizontales, de las verticales y de la triangulación, y dijo de dejarlo para mejor ocasión. La Reina volvió a pedir sus sales. Mitigado su sofoco, contempló el lienzo largamente, aprobó las posiciones que habrían de ocupar los retratados, indicó que ella era bastante más alta que el Rey, le dijo al pintor que corrigiera el defecto y le insinuó hiciera un hueco para don Manuel Godoy. Goya, cuando se enteró de la pretensión de la Reina enrojeció, se puso rojo como la grana, y no supo responder.

Un murmullo recorrió la habitación. La novedad se extendió inmediatamente por el piso de arriba, de allí surgieron agrios comentarios: «¡Godoy, maldita sea, es que ha de estar en todas partes! ¿Es Dios, acaso?», y otras frases semejas, o disímiles: «Yo no me retrato con Godoy, me quedo postrado para siempre». «Se ha metido en su cama, no cabe duda... ¿no lo quiere hacer de la familia». «Yo no bajo, y eso que me encuentro mejor, bastante mejor, ese Balmis es un buen galeno. A este Balmis le voy a dar unos dineros para que siga investigando esa vacuna de la viruela que tanto estudia...».

En esto, ay, que llevaban mal día, que aquel día no había de pintar el maestro Goya. Que el hombre, delante de la Reina, se arrancó en una carrera camino de una de las bacinillas como una bala, y vomitó, vomitó una papilla negruzca, lo que llevaba en el estómago: el chocolate. Se lo llevaron en parihuelas, llevaba el rostro muy amarillo. Ya en su casa lo asistió el señor de Balmis, estuvo dos días con mucha náusea y sin poder probar bocado.

Otro día, después de que la Camarera Mayor de la Reina mandara bañar a la lavandera y vestirla para la ocasión, posaron todos el miembros de la familia para el señor Goya, los hombres con la Cruz de Carlos III al pecho, las mujeres con la de María Luisa. Y todo salió bien, todos estuvieron contentos, salvo la Reina que hacía un pequeño mohín con el labio porque le hubiera gustado que Godoy entrara en el negocio. Godoy no entró, Goya sí, aunque ocupó un discreto lugar.